EL PERDON A LO QUE
FUE:
LA RESTAURACIÓN DE LA PAZ.
Hugo Betancur
El
perdón es una restauración de la mentalidad comprensiva. Significa que hemos
entrado en una dimensión de entendimiento o de consciencia en que nos liberamos
de nuestros juicios negativos y de las culpas decretadas.
El
perdón es un retorno a la mentalidad recta: nuestras mentes se dan cuenta
que las manifestaciones de cada uno corresponden a las actitudes y
comportamientos que su personalidad puede emprender y que sus elecciones
provienen de sus condiciones particulares.
La
comprensión nos lleva a la paz.
Cuando
decidimos “perdonar” a otros simplemente estamos aceptando las limitaciones de
sus personalidades, su vulnerabilidad, su susceptibilidad a errar.
Podemos
darnos cuenta que cada uno actúa según sus condiciones particulares y según las
circunstancias de tiempo y espacio que atraviesa. Las acciones y
comportamientos de cada uno son manifestaciones de nuestra personalidad;
nuestras decisiones posibles están subyugadas al estado de nuestras mentes y no
al ideal que otros pretendan aplicarnos.
El
perdón es un cambio de mentalidad respecto a otros y un reconocimiento del
libre albedrío.
El
perdón nos libera del yugo de los juicios negativos que impusimos contra
otros y que es una proyección de nuestras mentes –para experimentar la vida,
atraemos las personas y situaciones que nos permitirán conformar nuestras
vivencias y nuestros aprendizajes en las relaciones.
El
perdón es la percepción ajustada a los ritmos y la interacción progresiva de la
vida.
Hay
dos disposiciones humanas avasalladoramente conflictivas y egocéntricas: lo que
llamamos orgullo y la tendencia a juzgar negativamente –lo que hacemos cuando
nos plantamos ante otros como sus opuestos y adversarios.
Cuando
elegimos subjetivamente esas dos alternativas disociadoras, psicológicamente
adoptamos posiciones de ataque o defensa discriminando a los seres humanos que
confrontamos desde la altivez retadora e impositiva del orgullo o desde la
terquedad y dureza de nuestros juicios.
Desde
niños escuchamos estas frases caóticas: “¡Está herido (o herida) en su
orgullo!”, “¡Me hirió en mi amor propio!”, “¡Me siento herido (o herida) en lo
más profundo¡”. Esas son frases cargadas de dramatismo y de hostilidad:
expresan que alguien hirió y que alguien fue herido (o herida).
En
otra vertiente, los juicios negativos contra las acciones de otros o contra
ellos por lo que hicieron, son una reacción de rechazo y de discriminación que
adopta quien juzga.
¿Quién
o qué fue herido o afectado por las acciones de otros?
Hay
un “yo” o ego que se atribuye o se asigna la función de exponer su orgullo
lastimado y de juzgar a otros.
El
orgullo es una idea o un conjunto de ideas que exaltan atributos o creencias
que exhibimos como superiores o como dignos de culto y reconocimiento –el
orgullo por apellidos o ancestros, por alguna condición de grupo o de
territorialidad, por alguna jerarquía o posición competitiva y socialmente
alcanzada, por algunas posesiones materiales privilegiadas que hemos recibido y
que otros no tienen…
Habiendo
asumido que algo representa un motivo de orgullo adherimos a ello confiriéndole
una valoración o rango de exclusividad que debemos defender y ostentar (tal vez
como nuestro trofeo o nuestra condición particular que nos eleva sobre otros).
El
“orgullo herido” y los juicios negativos que proferimos nos impulsan a
protagonizar nuestros papeles de ofendidos y de víctimas (los desvalidos en la
vivencia común) y a señalar a otros como ofensores, victimarios y culpables.
Cuando
asumimos que “nuestro orgullo ha sido herido” o que otros “actuaron mal” les
atribuimos la culpa.
La
culpa es sinónimo de pecado, la transgresión de una norma moral que dictamina
los comportamientos y las acciones humanas.
Otros
pueden determinar nuestras culpas y acusarnos públicamente. También nosotros
podemos sentirnos culpables de algo (percibimos la culpa como un estado de
malestar ante los hechos).
Las
culpas provienen de los juicios negativos sobre acciones y comportamientos.
Los
culpables deben ser castigados por sus culpas según esas normas morales que
sirven como patrón de juicio. Y los castigos deben ser ejemplares y
contundentes contra quien transgredió las normas, y para demostración y
escarmiento de otros en lo sucesivo.
El
orgullo herido debe ser reparado según las exigencias del ego: el culpable
identificado deberá ser doblegado y castigado también para vengar la afrenta
padecida.
En
el elemental razonamiento del ego todos los conceptos están definidos muy
rígida y mecánicamente –la ofensa, la culpa, el resentimiento, el juicio, el
castigo, la venganza…
En
la dimensión del ser –la psiquis de cada uno-, la vida es un escenario de
interacción, de relaciones donde expresamos nuestras personalidades en nuestras
acciones y comportamientos. Podemos actuar allí acogedores, solidarios y
constructivos, o podemos actuar hostiles, codiciosos y destructivos. Alternamos
nuestros roles en la dualidad, de un extremo a otro hasta que alcanzamos nuestra
paz.
Cada
personalidad tiene sus rasgos propios que la retratan como diferente. En
algunos períodos de nuestras historias podemos demostrar nuestras
cualidades de altruismo, afecto, hospitalidad, consideración hacia los
demás; en otros períodos podemos ser disociadores, ambiciosos, caprichosos y
agresivos.
Las
características de nuestras personalidades podemos expresarlas en las
relaciones y bajo las condiciones de las situaciones que atravesamos.
Lo
más deplorable y oscuro de esa personalidad en evolución puede aparecer
allí, y también lo más amable y luminoso.
Cuando
predominan las características negativas o adversas de la personalidad, las
manifestaciones externas pueden ser marcadamente violentas y destructivas.
Cuando
predominan las características positivas o armoniosas de la personalidad, las
manifestaciones externas pueden ser acogedoramente apacibles y constructivas.
Bajo
las condiciones de cada momento –personalidad y circunstancias-, el
ser humano sensato y ecuánime actúa respetuosamente con los demás; el ser
humano tonto y perturbado actúa despectivamente respecto a los demás
-posiblemente en su mente ofuscada no tenga la capacidad temporal de evaluar
qué tan violentas son sus acciones ni qué consecuencias atrae contra sí como
represalia (puede representar el papel de un tonto reducido a su restringido
ambiente hogareño que solo afecta a sus allegados o el de un tonto con una
posición de gran influencia, por lo que sus elecciones pueden afectar a
un gran número de seres humanos).
Llegados
al término de su jornada, el rey y el mendigo son solo dos caminantes fatigados
y tristes que han experimentado sus papeles afanosamente: uno se creyó elegido
por la providencia para doblegar a otros y ser servido y el otro se creyó
víctima de un destino injusto y cruel que lo condenó al sufrimiento y al
hambre.
Esperando
el instante en que deberán partir, ambos están preocupados y abatidos porque no
lograron comprender cuál era su aprendizaje y la relación armoniosa que
pudieron cumplir. Sin embargo, el viejo rey conserva aún algún fulgor
desafiante de soberbia en la mirada y el viejo pordiosero algún gesto mezcla de
impotencia y de aflicción.
Cuando
dejamos de juzgar negativamente, nos liberamos de las culpas propias y ajenas y
empezamos a reconocer nuestra paz.
Hugo Betancur (Colombia)
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