lunes, 8 de enero de 2024

El perdón a lo que fue: la restauración de la paz.

 La "BACHUÉ", escultura del maestro José Horacio Betancur, en Medellín, Colombia. Fotografía por Hugo Betancur.

EL PERDON A LO QUE FUE:   

LA RESTAURACIÓN DE LA PAZ.

Hugo Betancur

 

El perdón es una restauración de la mentalidad comprensiva. Cuando  lo asumimos, entramos en una dimensión de entendimiento o de consciencia en que nos liberamos de nuestros juicios negativos y de las culpas decretadas.

El perdón es un retorno a la mentalidad recta: nos damos cuenta que las manifestaciones de cada uno corresponden a las actitudes y comportamientos que su personalidad puede emprender y que sus elecciones provienen de sus condiciones particulares.

La comprensión nos lleva a la paz.

Cuando decidimos “perdonar” a otros simplemente estamos aceptando las limitaciones de sus personalidades, su vulnerabilidad, su susceptibilidad a errar.

Asumimos que cada uno actúa según sus condiciones particulares y según las circunstancias de tiempo y espacio que atraviesa. Nuestras acciones y comportamientos son manifestaciones de nuestra personalidad; nuestras decisiones posibles están subyugadas al estado de nuestras mentes y no al ideal que pretendamos aplicar, que es solamente un requisito forzoso y disociador.

El perdón es un cambio de mentalidad respecto a otros y un reconocimiento del libre albedrío.

El perdón nos libera del yugo de los juicios  negativos que impusimos contra otros y que es una proyección de nuestras mentes –experimentamos la vida relacionándonos con seres humanos y situaciones imprevisibles que nos permitirán conformar nuestras vivencias y nuestros aprendizajes, lo que habitualmente no coincide con nuestras expectativas.

El perdón es la percepción correcta que ajustamos a los ritmos y a las interacciones progresivas en que participamos.

Hay dos disposiciones humanas avasalladoramente conflictivas y egocéntricas: lo que llamamos orgullo y la tendencia a juzgar negativamente –lo que hacemos cuando nos plantamos ante otros como sus opuestos y adversarios.

Cuando elegimos subjetivamente esas dos alternativas,  psicológicamente adoptamos posiciones de ataque o defensa discriminando a los seres humanos que confrontamos desde la altivez retadora e impositiva del orgullo o desde la terquedad y dureza de nuestros juicios.

Desde niños escuchamos estas frases caóticas: “¡Está herido (o herida) en su orgullo!”, “¡Me hirió en mi amor propio!”, “¡Me siento herido (o herida) en lo más profundo de mi ser¡”. Esas son frases cargadas de dramatismo y de hostilidad: expresan que alguien hirió y que alguien fue herido (o herida).

En otra vertiente, los juicios negativos contra las acciones de otros o contra ellos por lo que hicieron, son una reacción de rechazo y de discriminación que adopta quien juzga.

¿Quién o qué fue herido o afectado por las acciones de otros?

Hay un “yo” o ego que se atribuye o se asigna la función de exponer su orgullo lastimado y de juzgar a otros.

El orgullo es una idea o un conjunto de ideas que exaltan atributos o creencias que exhibimos como superiores o como dignos de culto y reconocimiento –el orgullo por apellidos o ancestros, por alguna condición de grupo o de territorialidad, por alguna jerarquía o posición competitiva y socialmente alcanzada, por algunas posesiones materiales privilegiadas que hemos recibido y que otros no tienen.

Habiendo asumido que algo representa un motivo de orgullo adherimos a ello confiriéndole una valoración o rango de exclusividad que debemos defender y ostentar (tal vez como nuestro trofeo o nuestra condición particular que nos eleva sobre otros).

El “orgullo herido” y los juicios negativos que proferimos nos impulsan a protagonizar nuestros papeles de ofendidos y de víctimas (los desvalidos en la vivencia común) y a señalar a otros como ofensores, victimarios y culpables.

Cuando asumimos que “nuestro orgullo ha sido herido” o que otros “actuaron mal” les atribuimos la culpa.

La culpa es sinónimo de pecado, la transgresión de una norma moral que dictamina los comportamientos y las acciones humanas.

Otros pueden determinar nuestras culpas y acusarnos públicamente. También nosotros podemos sentirnos culpables de algo (percibimos la culpa como un estado de malestar ante los hechos).

Las culpas provienen de los juicios negativos sobre acciones y comportamientos.

Los culpables deben ser castigados por sus culpas según esas normas morales que sirven como patrón de juicio. Los castigos deben ser ejemplares y contundentes contra quien transgredió las normas, y servirán como escarmiento de otros en lo sucesivo.

El orgullo herido debe ser reparado según las exigencias del ego: el culpable identificado deberá ser doblegado y castigado también para vengar la afrenta padecida.

En el elemental razonamiento del ego todos los conceptos están definidos muy rígida y mecánicamente –la ofensa, la culpa, el resentimiento, el juicio, el castigo, la venganza.

En la dimensión del ser –la psiquis de cada uno-, la vida es un escenario de interacción, de relaciones donde expresamos nuestras personalidades en nuestras acciones y comportamientos. Podemos actuar allí acogedores, solidarios y constructivos, o podemos actuar hostiles, codiciosos y destructivos. Alternamos nuestros roles en la dualidad, como pacíficos asociados o como fanaticos oponentes.

Cada personalidad tiene sus rasgos propios que la retratan como diferente. En algunos períodos de nuestras historias podemos demostrar nuestras cualidades de altruismo, afecto, hospitalidad, consideración hacia los demás; en otros períodos podemos ser disociadores, ambiciosos, caprichosos y agresivos.

Las características de nuestras personalidades podemos expresarlas en las relaciones y bajo las condiciones de las situaciones que atravesamos.

Lo más deplorable y oscuro de esa personalidad en evolución puede aparecer  allí, y también lo más amable y luminoso.

Cuando predominan las características negativas o adversas de la personalidad, las manifestaciones externas pueden ser marcadamente violentas y destructivas.

Cuando predominan las características positivas o armoniosas de la personalidad, las manifestaciones externas pueden ser acogedoramente apacibles y constructivas.

Bajo las condiciones  ineludibles cambiantes de cada momento –personalidad y circunstancias-,  el ser humano sensato y ecuánime actúa respetuosamente con los demás; el ser humano tonto y perturbado actúa despectivamente respecto a los demás -posiblemente en su mente ofuscada no tenga la capacidad temporal de evaluar qué tan violentas son sus acciones ni qué consecuencias atrae contra sí como represalia (puede representar el papel de un tonto reducido a su restringido ambiente hogareño que solo afecta a sus allegados o el de un tonto con una posición de gran influencia, por lo que sus elecciones pueden afectar a un  gran número de seres humanos).

Llegados al término de su jornada, el rey y el mendigo son solo dos caminantes fatigados y tristes que han experimentado sus papeles afanosamente: uno se creyó elegido por la providencia para  doblegar a otros y ser servido y el otro se creyó víctima de un destino injusto y cruel que lo condenó al sufrimiento y al hambre. 

Esperando el instante en que deberán partir, ambos están preocupados y abatidos porque no lograron comprender cuál era su aprendizaje y la relación armoniosa que pudieron cumplir. Sin embargo, el viejo rey conserva aún algún fulgor desafiante de soberbia en la mirada y el viejo pordiosero algún gesto mezcla de impotencia y de aflicción.

Cuando dejamos de juzgar negativamente, nos liberamos de las culpas propias y ajenas y empezamos a reconocer nuestra paz.

Ese perdón que decidimos también nos libera de nuestras corrientes forzantes, de nuestros duelos por los seres humanos allegados que murieron, de nuestra pesadumbre por las relaciones rotas o por lo que rotulamos como pérdidas -estamos enganchados a los sucesos de nuestros destinos convergentes y volver atrás el tiempo para rehacerlos según nuestra mentalidad actual es una ilusión que solo hacen posible los realizadores de películas y los literatos en los ambientes y escenarios que imaginan.

 

Hugo Betancur (Colombia)

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