lunes, 8 de enero de 2024

La paz que podemos alcanzar

 
                                                            Geometría. Fotografía por Elizabeth Betancur

EL  ESTADO  DE  PAZ

 

Hugo  Betancur


Posiblemente pensemos en la paz como un estado de sosiego y armonía, de ausencia de conflictos, de ausencia de violencia.

En los períodos de armonía, la vida se nos presenta como una coreografía o una danza en que los participantes realizan sus movimientos sincronizadamente, integrados en las acciones y los propósitos.

Todo conflicto implica pugna, agitación, agresividad, reactividad, disociación.

Según las culturas y colectividades humanas diversas, los motivos de retaliación y castigo contra los oponentes siguen presentes por los antecedentes de violencia, vandalismo y homicidio que cada grupo sufrió en el pasado, cercano o remoto. Cada comunidad humana ha sido afectada en su historia y los eventos padecidos retornan regularmente como recuerdos ingratos y onerosos que deben ser enmendados aplicando a los culpables o a sus sucesores un castigo de proporciones iguales o mayores a las vivencias experimentadas por quienes se consideran sus víctimas.

A veces no aparece como tangible una causa previa de vejación o daño asestado que sirva como motivo para atacar a otros. A cambio, quienes ejercen acciones violentas tienen convicciones y tradiciones que les llevan a creerse superiores y a oprimir sistemáticamente a quienes consideran sus inferiores, con una motivación segregacionista y avasalladora.

Es posible que como característica humana común tengamos arraigada la creencia en que la venganza y el castigo deban ser ejecutados rotundamente como actos de reparación y de ajuste.

Tal vez por esa razón, todo lo sucedido sigue vigente para la posteridad, condicionando relaciones y comportamientos y manteniendo una disgregación revanchista.

La paz no es posible mientras persistan los sentimientos de odio, de aversión y de auto victimización que expresamos como sujetos particulares o como colectividades, o mientras mantengamos vigentes  las ideas de separación con que rotulamos a otros como distintos e inmerecedores de nuestro aprecio y respeto.

El estado de paz es una decisión activa de excluirnos del campo de batalla y de las contiendas.

Todo ser humano violento se da demasiada importancia a sí mismo o le da demasiada importancia y prominencia a las creencias que esgrime o a los mandatos, tradiciones y creencias que prevalecen en los grupos a los que ha adherido. Desde esa mentalidad disociadora, se planta ante los demás como un luchador fanático y feroz que participa de la vida como un combatiente empeñado en vencer a sus adversarios. Arremete contra otros, especialmente cuando los ve vulnerables, cuando juzga que no corre riesgos, cuando presume que podrá obtener ganancias doblegándolos.

Quienes ejercen la violencia desde posiciones de mando institucionales o de grupos armados, tienen justificaciones, intereses, proyecciones mentales de ataque y defensa; se ven a sí mismos como muy poderosos, y a veces como invulnerables, lo que los hace sentirse invencibles y predestinados; se muestran desafiantes, soberbios, irreverentes.

Sin darse cuenta, o ignorándolo a propósito, aplican estrategias y hábitos propios de los personajes egoístas marginados y prepotentes empeñados en despojar y subyugar para dominar por medio de la fuerza bruta y los instrumentos de intimidación.

Los programas del ego son maquinaciones desintegradoras y destructivas que no le permiten a quien las practica vivir en paz y que van dirigidas contra la paz de los demás.

La realización de la paz nos lleva a un estado de serenidad y de indefensión en que damos primacía al respeto a los demás seres vivos y al entorno natural, nos tornamos comprensivos y compasivos, abandonamos los juicios  que nos obligaban a actuar como antagonistas.

 

El estado de paz es un estado de no-violencia que podemos alcanzar liberándonos del ego que nos tiraniza cuando seguimos sus mandatos de doblegar a otros y convertirlos en objetivos de placer, de aprovisionamiento, de sumisión. 

 

También alcanzamos nuestra paz cuando nos ponemos en paz con el pasado: damos fin y absolvemos todo lo que para nuestras mentes fue doloroso, hiriente, amargo, ofensivo,  destructivo, y que consideramos fue causado por otros  -en ese guion  en que nos rotulamos como víctimas y los culpamos a ellos como adversarios, y en que nos empecinamos en cobrar esa deuda de dolor, malestar e injusticia cargando y reviviendo a través del tiempo todas las circunstancias acaecidas; sin embargo, los roles de víctimas y victimarios son parte del drama cósmico, de las experiencias de evolución del alma en que afectamos a otros con nuestros actos o somos afectados por otros (muchos de los terribles hechos de homicidio y destrucción en la historia humana son causado  desde el estado de ignorancia y de inconsciencia de la mente disociada, la mente egocentrada que no logra prever cómo la dinámica de acción y retribución le traerá esas mismas consecuencias negativas como experiencia de expiación).

El perdón realizado es una reconciliación: dejamos a los muertos en sus tumbas y a los ejecutores de nuestros padecimientos en ese pasado común vencido y permitimos que nuestras historias particulares se disuelvan en ese espacio vital en que sucedieron. Contemplamos entonces el presente como actores y espectadores atentos y participantes, no distraídos ni atrapados en relaciones y eventos ya caducados.

La paz es una decisión de bienestar y de calma en que asumimos una actitud benigna y acogedora con los demás y con nosotros mismos; en ese estado cesan los conflictos y las contiendas y vemos el mundo como un escenario amable, hospitalario, gratificante. Y es posible que nuestros semejantes nos correspondan con una disposición solidaria congruente con las acciones y cambios reparadores que hayamos alcanzado.

 

Hugo Betancur (Colombia)

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